sábado, 18 de febrero de 2012

SILENCIO. HOSPITAL.


La sala de espera estaba colmada. Un centenar de personas aguardaba su turno junto a la decena de puertas numeradas en aquella enorme sala del hospital, estrecha y larga, separada del pabellón de internos por una mampara de vidrio, creando un silencio apagado, sucio, fabricado con palabras rotas e ininteligibles. Tan alejado del silencio de una noche estrellada bajo el canto de los grillos, que resultaba sórdido y artificial como un narcótico. Un silencio ensordecedor fabricado por la multitud y sus ruidos, tan denso que se podría cortar con un cuchillo.

El hombre salió de una de las puertas y se sentó frente a mí. Tendría unos sesenta y tantos años, a juzgar por las arrugas de su rostro y las canas que coronaban las sienes. Llevaba puesta una bata, bajo la que se vislumbraba la túnica de interno, y en los pies calzaba unas babuchas. Sus ojos estaban rojos de haber llorado largamente. Ambos nos mirábamos como si no nos viéramos. Como si fuéramos invisibles el uno para el otro. La gente iba y venía por aquel corredor cruzando frente a nuestros rostros. Cada uno ocupado de sus propios asuntos. El caballero rebuscó en los bolsillos de su bata y encontró un paquete de tabaco ya empezado del que extrajo un cigarrillo, encendiéndolo a pesar de la prohibición expresa del centro. A los pocos minutos, una enfermera se le acercó y tuvo que apagarlo.

Una mujer, surgida de la multitud del pasillo se paró frente a él y le besó la mejilla. Tendría su misma edad, aunque la disimulaba bien bajo un grueso maquillaje. El hombre se levantó del banco con una sonrisa forzada y comenzó a hablar a su compañera. A los pocos minutos, la mujer lloraba. Parecía derrumbarse como una marioneta sin hilos. Como un árbol talado, apenas sostenido por las manos de aquel hombre que la sujetaba de los brazos en medio de la gente. Permanecieron allí un instante interminable, abrazados entre la multitud, ajenos al mundo , en mitad de un baile. Ella seguía sin reaccionar. Las pulseras colgaban de sus brazos inertes y el pesado bolso de cuero levitaba sujeto a ninguna parte. El hombre la zarandeó emitiendo un silencioso grito. La mujer reaccionó entonces como si la vida regresase a su cuerpo merced a la descarga eléctrica de un desfibrilador invisible y su corazón latiera de nuevo. Él la miró a los ojos. Su rostro estaba lleno de determinación, decisión, esperanza. De algún modo se la infundió a ella. A través de la mirada o por el sonido mudo de sus palabras. La mujer abrió el bolso y extrajo un pañuelo con el que se secó las lágrimas. Después tomó al hombre de la mano. Apretó el bolso con firmeza y levantando la cabeza con orgullo, desapareció por el pasillo con el fantasma del hombre, menguando por momentos, casi a rastras.

Todo ello en medio del atronador silencio.

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