sábado, 3 de marzo de 2012

UN BESO DE PELICULA


La besó con pasión: tomándola del talle y suspendiéndola del suelo tan solo asida por la cintura. Hubiera deseado que una ola del mar les golpeara mientras ambos consumían su pasión abrazados sobre la arena de la playa bajo la pálida luz del atardecer, como Burt Lancaster y Deborak Kerr en De aquí a la eternidad, pero el tiempo les había marcado a ambos. Ni siquiera podría soñar en tomarla en brazos y llevarla en volandas a la habitación como Rhett Buttler y Scarlet O´Hara en Lo que el viento se llevó, básicamente porque ella pesaba ciento catorce kilos y él arrastraba setenta y dos años y una hernia discal. Pero ambos, ya maduros, podrían soñar con el beso de Humprey Bogart y Katharine Hepburn embarcados sobre La reina de áfrica cruzando juntos el río de la vida.

Cuando el beso terminó, ella quedó muda de vergüenza. Era su padrastro. El hombre con quien había convivido durante más de cuarenta años, los últimos cinco cuidando a su madre enferma de demencia senil, a la que debían alimentar y bañar juntos. Un hombre al que ella adoraba como padre pero por quien jamás, ni en lo más recóndito, había sentido pasión alguna. ¿Qué había ocurrido con el padre amantísimo que había sido?. Trató de hablar, decir algo que solventara la incómoda situación. Pero fue otra voz la que sonó: La de su madre, observando inmóvil la escena desde una silla de ruedas anclada en la misma habitación:

- ¡Putaaaaa.....!.

La mujer rompió a llorar: Eran las primeras palabras que su madre pronunciaba desde hacía más de dos años. La casa de sus padre se tornó repentinamente oscura y el aire pareció agotar su oxígeno. Tenía que salir de allí, huir de aquel lugar en el que había entregado los últimos cinco años de su vida haciendo de criada y enfermera en un hogar que ni siquiera era el suyo. No podía soportarlo más. Tomó el bolso y el abrigo y con los ojos bañados en lágrimas, desapareció para siempre de sus vidas.

Había trascurrido una semana. Ella no había vuelto. No cogía el teléfono. Le había abandonado para siempre. Buscó el amor de aquella mujer, diez años mayor que él, para estar cerca de su preciosa hija. La vida le alejó de ella. Se casó con otro hombre, se marchó y después enviudó. Nunca, hasta aquella fatídica tarde, había tenido el valor de expresarla sus sentimientos. De decirla cuánto la amaba.

La habitación apestaba. El hedor de su esposa, abandonada a su suerte desde aquella tarde, lo llenaba todo. Primero fueron las heces, que terminaron cesando por la ausencia de alimento. Después vino el olor a muerte y descomposición. Permanecía junto a la ventana abierta viendo la televisión. Humprey Bogart e Ingrid Bergman se besaban en Casablanca. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Se levantó y arrastró la silla de ruedas bajo la lámpara, ató un extremo del cinturón a ella y con él se ahorcó, mientras el televisor continuaba inmutable emitiendo su película:

“¿Nuestro amor no importa?”

“Siempre nos quedará parís. No lo teníamos. Lo habíamos perdido hasta que viniste a casablanca, pero lo recuperamos anoche”.

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